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La Envidia

El primer instante de la envidia es un dolor agudo ante un contraste que nos remite a nuestros deseos insatisfechos. Si aprendemos a utilizar esa señal descubriremos la riqueza potencial de la envidia y no surgirá la necesidad de destruir los logros del otro.
La envidia es una de las emociones socialmente más descalificadas, al punto de que decirle a alguien «¡envidioso!» se ha convertido en una forma de insulto humillante. Por esta razón, cuando sentimos envidia, a menudo tratamos de ocultarla como si se tratara de algo vergonzante. Toda esta atmósfera desacreditadora hace más difícil aún la posibilidad de comprender la complejidad de esta emoción y la riqueza potencial que alberga.
Definición habitual de la envidia
Suele definirse a la envidia como la relación de dolor y enojo que intenta destruir lo que el otro tiene cuando percibimos que ese otro ha alcanzado algo que deseamos y que no hemos logrado.
Paula: «¡Me siento tan contenta! Conocí a Luis hace un mes en una fiesta y estoy fascinada. La semana próxima nos vamos de viaje juntos, y… ¡creo que me he enamorado!»
Eve: « ¡Pero sólo hace dos meses que te separaste y ya has iniciado una relación nueva! ¿No estarás escapando? Mira que estas relaciones que empiezan de forma tan abrupta también acaban muy fácilmente…»
Juan: «¡Me han elegido para el papel protagonista de la película! ¡Te invito a que comamos juntos para celebrarlo…!»
Pedro: «Qué bien… Yo creí que se lo darían a alguien con más experiencia que tú. Discúlpame, pero he de irme. Será otro día.»
Cuando se intenta explicar la razón de ser de esta emoción, se la considera, generalmente, como una forma del odio.
Una nueva visión de su naturaleza y razón de ser
Acerca de la definición habitual y la explicación de su causa.
En la definición habitual de la envidia el acento está puesto en «la destrucción del otro o de sus logros», pero si observamos más atentamente este sentimiento comprobaremos que el deseo de destrucción del otro o sus logros no es el objetivo central de la envidia. El objetivo central es la eliminación de un contraste cuya percepción produce un dolor insoportable.
Cuando a una persona que está elaborando algún sentimiento de envidia, se le pregunta: «Si te fuera dada la posibilidad de realizar un deseo y tuvieras que elegir entre dos alternativas: uno, que la persona envidiada perdiera efectivamente todos los logros que le envidias, o dos, que lograras alcanzar tus deseos más queridos mientras la otra persona mantiene todo lo que ahora le envidias. ¿Qué alternativa elegirías?»
Generalmente todas las personas responden que elegirían la segunda alternativa. Esta elección quiere decir que la prioridad de quien envidia es. en realidad, lograr realizar lo que desea y no puede. Si cree que eso es imposible, trata de eliminar el contraste destruyendo el logro del otro. Es de decir, la destrucción del logro del otro no es un fin en si mismo sino un medio para neutralizar un contraste.
Esta observación nos permite vislumbrar que la envidia no es tanto una forma del odio como una forma de la necesidad impotente y desesperada que trata de eliminar la percepción de todo lo que le recuerde su carencia.
Quien envidia a menudo no se da cuenta de que lo que quiere eliminar es el contraste. Muy pocas personas son conscientes de esa motivación profunda. Más bien sienten que a quien quieren atacar es al «envidiado». Es decir, perciben lo mismo que lo que sostiene la explicación tradicional. Todo esto en el caso de que sean conscientes de su envidia. La otra posibilidad —opuesta y frecuente— es que no registren estas reacciones interiores y crean que su enojo y su ataque hacia el envidiado están justificados por algo que éste ha dicho o hecho.
Y muy a menudo, en el curso de esos diálogos tensos en los que subyace la envidia, se producen desencuentros progresivos que desembocan, de parte de ambos, en «miniofensas» o agravios, que van creciendo y a través de los cuales la envidia original, ahora multiplicada, estalla y se descarga.
Volvamos al ejemplo de Juan y Pedro. Juan, a quien le dieron el papel protagonista de la película y quería celebrarlo, se siente herido ante el comentario de Pedro: «Creí que se lo darían a alguien con mayor experiencia.» Se siente herido, reacciona contraatacando y le dice: «Yo creo que cuando uno posee talento siempre consigue trabajo… » Pedro, que también es actor y está sin trabajo, ahora se siente agraviado directamente por este nuevo comentario, y el malestar inicial generado por el contraste se intensifica. Se suma el malestar de las dos situaciones y se descarga a través de la segunda, que es la que presenta una forma más clara y «legítima» para Pedro: «¡Me ha dicho que no tengo talento!» A partir de este momento se detona en Pedro otra réplica más hiriente.., y así es como se van entrelazando y sumando las heridas y los ataques.
Cuando se ha conseguido discriminar esta secuencia de pasos, que es la que agranda la «bola de nieve», se está en mejores condiciones de reconocer que este tramo y la eventual explosión de enojo destructivo posterior ya es un capítulo intermedio en esta trama, y no el primero. Esto quiere decir que el enojo destructivo de la envidia es el resultado de una inadecuada elaboración de la reacción inicial, y no su consecuencia intrínseca, necesaria e inevitable.
Condiciones que generan envidia
La envidia no es un «defecto» que ataque a algunos y a otros no, sino que se trata de una emoción universal, es decir, que todos los seres humanos podemos sentirla en la medida en que se den ciertas condiciones de contrastes intolerablemente dolorosos. Lo que puede ser distinto en cada uno es el umbral a partir del cual se detona, pero si ese umbral es sobrepasado, la reacción de envidia aparecerá inevitablemente.
Describamos entonces cuáles son las condiciones que la generan.
- Cuando experimento ciertas necesidades o deseos y percibo a alguien que ha realizado alguno de esos deseos.
- Cuando, además, creo que no dispongo ni dispondré de los recursos necesarios para lograr realizarlos.
- Cuando tampoco cuento con una cuota suficiente de deseos satisfechos y disfrutados como para equilibrar el dolor que me producen los no realizados.
Si estos componentes están presentes, el contraste entre la percepción del logro alcanzado por el otro y lo que yo no estoy realizando (o lo que es lo mismo: mis carencias) no puede percibirse de un modo crónico debido a la desorganización que produce. Por lo tanto, o la situación se equilibra a través de la realización de mis propios logros o lo hace eliminando la percepción de los logros del otro. Éste es el componente funcional de la reacción de la zorra de la fábula ante las uvas que ve todos los días en su camino, que desea, y que están demasiado altas para alcanzarlas. Ella termina diciendo «las uvas están verdes». Si bien en este ejemplo no hay un logro del otro, lo que suprime con su reacción es su deseo de las uvas. Como expresamos anteriormente, es muy difícil sentir de modo sostenido el deseo de las uvas y la imposibilidad de alcanzarlas. El sentimiento crónico de impotencia es muy desorganizador y se lo trata de evitar. Por esta razón, o la zorra «consigue una escalera» o terminará sintiendo que en efecto «las uvas están verdes».
Veamos ahora qué ocurre cuando lo que se percibe es efectiva y concretamente un logro del otro.
Cuando deseo algo y no lo tengo, no estoy todo el tiempo en contacto directo y en un primer plano con ese deseo que no he realizado. Dicho deseo permanece en un estado de anestesia parcial. En el momento en que Eve se entera de la nueva relación de Paula, se conecta directa y abruptamente con el hecho de que ella también querría tener una pareja y no la tiene. Es decir, su estado de anestesia parcial cesa abruptamente
A este suceso puntual se agrega otro factor que agranda aún más el contraste: junto con el deseo de tener una pareja se desanestesian también —como en cascada— los otros deseos que no han sido realizados. Si son muchos y significativos, el contraste es intenso y doloroso. Y si, además, su pera la capacidad de Eve de absorberlo, el dolor se convertirá en enojo hacia Paula y se expresará a través de algún comentario hiriente.
Cuando Eve no tiene conciencia de sus deseos no satisfechos, puede incluso creer que Paula, al hacerla partícipe de su logro, es la causante de su dolor, porque de hecho lo siente al ponerse en contacto con ella. Puede atribuirlo a la forma en que se lo ha contado o puede imaginar una actitud de ostentación en ella, etc. Sea cual fuere la creencia, real o imaginaria, que Eve ponga en juego, esta situación suele generar efectivamente enojo en Eve hacia Paula y activar su reacción de crítica o descalificación.
Tal sucesión de malos entendidos es lo que luego parece avalar la creencia de que lo que la envidia procura en primer término es dañar a quien ha logrado lo que deseo y no tengo.
Los caminos para resolver la envidia
El sentido más profundo de la envidia es el de ser una señal que nos pone en contacto con un deseo no satisfecho. Cuando alcancemos un grado de conciencia más desarrollada, probablemente preguntaremos con naturalidad: « Qué deseo no satisfecho has podido descubrir a partir de la envidia que acabas de sentir?» Esto significa que aprovecharemos esa señal para enriquecernos.
Una de las peores cosas que se ha hecho con la envidia es convertirla en algo que uno no debería sentir
La doble reacción
Si Eve es consciente de sus carencias, al enterarse del nuevo amor de Paula puede experimentar con mayor claridad la doble reacción que este suceso genera en ella. Por una parte puede alegrarse genuinamente por su amiga y, simultáneamente, sentir dolor y tristeza al recordar su anhelo no realizado de tener una pareja. Si legitimáramos esta doble reacción, podríamos transmitirla y la incluiríamos como una respuesta natural, normal e inevitable. Por ejemplo: «Me alegro por ti de que estés tan bien en esta nueva relación, de verdad me alegro… y también quiero decirte que siento tristeza, porque lo que me cuentas me recuerda que a mí también me gustaría estar enamorada y no me ocurre eso en este momento… »
Así como Eve comparte la alegría por el bienestar de Paula, Paula podrá reconocer y aceptar la tristeza de Eve por no estar enamorada.
Ante la propuesta de incluir su doble reacción, muchas personas se escandalizan y suelen decir: «¡Cómo voy a contarle mis tristezas en un momento de alegría…!»
En relación con este punto crucial, es necesario que todos comencemos a reconocer que es distinta la alegría de alcanzar un logro mientras otros no lo han podido hacer, de la alegría que se produce cuando ese logro es efectivamente compartido. Al ser compartido, la alegría es, sin duda, más completa y mayor. Y esto es, sencillamente, genuina solidaridad humana.
En última instancia podríamos decir que si hemos alcanzado un logro, no es justo que alberguemos la expectativa de una reacción de puro festejo que no reconozca las carencias que simultáneamente existen en los otros miembros de nuestro entorno. Si Paula creyera que al suceso que está viviendo le corresponde un puro festejo y se sintiera molesta con la tristeza de Eve, estaría poniendo de manifiesto un aspecto infantil y egocéntrico de su personalidad que consiste en suponer que el estado de su entorno debe adecuarse completamente a su circunstancia particular. Y sin embargo, a pesar de lo casi obvio de esta reflexión, es bastante frecuente observar la creencia, extendida en nuestra sociedad, de que ante una celebración la tristeza debe acallarse.
A esta creencia suele asociarse otro factor de índole más estrictamente psicológica, y es la confusión entre carencia e inferioridad. Para muchos de nosotros, incluir que no tenemos lo que el otro ha logrado no es vivido como el simple y eventualmente doloroso reconocimiento de un estado sino como el testimonio de nuestra inferioridad ante el otro que nos hace sentir humillados Esta confusión, cuando está presente, también contribuye a que suprima el registro de nuestra carencia y nuestra tristeza. Sólo cuando hemos conseguido resolver ese malentendido y trascenderlo, estamos en condiciones de comprobar que la inclusión de nuestra cuota personal de dolor es una manera legítima y funcional de darle una salida al impacto del contraste insoportable.
De ese modo reconocemos las dos realidades: la alegría por el logro del otro y el dolor por nuestra carencia. Además, experimentamos la sensación de integridad en el «aquí y ahora» de ese instante y no será tan necesario apelar a la eliminación del logro del otro para equilibrar la diferencia.
Si no podemos hacerlo y nos sentimos presionados a seguir alimentando exclusivamente la atmósfera de alegría por el logro del otro, generamos, de forma casi inevitable, una división en nosotros mismos: por un lado un aspecto nuestro en contacto con nuestro amigo, que está tratando de mantener la alegría y el festejo (que puede ser absolutamente sincero y genuino en nosotros, pero parcial), y, por otro lado, un aspecto agudamente dolorido por la cesación del estado de anestesia y el reconocimiento de que no hemos realizado algo que deseamos mucho.
Este aspecto es como un niño que llora de dolor.
Si no se qué hacer con este niño, trataré de suprimirlo y anestesiarlo de nuevo. En el momento agudo es muy difícil acallarlo, y uno, por lo tanto, suele sentirse tironeado por ese intenso dolor interior que impide seguir participando en el diálogo festivo de celebración. En ese mismo momento, o luego, al evocar la experiencia, es muy frecuente que uno tienda a reprochar a ese niño interno su respuesta tan intensa. Las frases que uno se dice a sí mismo suelen ser: «Debo de ser muy malo, muy egoísta, muy poco generoso, pues no puedo compartir y vivir esta alegría del otro… »
Ahora veamos la misma escena desde la perspectiva del aspecto dolorido, del niño que llora de dolor. Pongámonos en su lugar: además de estar en contacto abrupto con lo que deseamos y no hemos realizado, recibimos ese trato interno en el que se nos reprocha y se nos dice: «Malo, egoísta, poco generoso…» A esto se suma la sensación de impotencia e inutilidad que experimentamos por estar percibiendo lo que no hemos logrado…
Este conjunto de vivencias se convierte en una catarata de estímulos muy dolorosos que es completamente desorganizadora y devastadora.
De este estado de desorganización es de donde nace lo que llamamos envidia destructiva.
La envidia destructiva consiste en tratar de hacer o decir algo para que el envidiado sienta algo equivalente a lo que yo, como «envidiador» estoy sintiendo: dolor, impotencia y desorganización.
De ahí la respuesta de Eve: « estarás escapando…?» O: «Las relaciones que empiezan de forma tan abrupta también acaban muy fácilmente. »O el comentario de Pedro: «Creí que se lo iban a dar a alguien con más experiencia que tú…», y el resto de las otras formas de envidia destructiva que todos hemos padecido de parte de otros o experimentado en nosotros mismos.
Y que, vale la pena repetirlo una vez más, es la manifestación de mi legítimo dolor que luego fue degradado por la asfixia que produce la supresión…
Una vez que la envidia destructiva se ha detonado, ella misma pone en marcha una reacción interior de culpa, que si no es bien procesada hace que nos sintamos, además, no merecedores de alcanzar los logros que anhelamos. Por lo tanto, se van recreando las condiciones para que estemos expuestos a nuevas situaciones de envidia que, de no ser resueltas, agravan el círculo vicioso cada vez más.
Envidia sana-envidia destructiva
Estos dos conceptos me parecen útiles en tanto que tratan de diferenciar dos formas de sentir y expresar la envidia. Son útiles también, en la medida en que ayudan a disminuir el peso de la sanción social que cae sobre la envidia y crean un espacio de mayor legitimidad para poder sentirla.
La envidia sana consiste en poder reconocer que el otro ha alcanzado algo que yo también deseo y no he logrado, con la doble reacción que tal reconocimiento implica: uno, alegría y admiración hacia quien ha alcanzado, y, dos, dolor y tristeza por reconocer que yo no lo he hecho.
Es importante agregar que esta doble reacción puede ser comunicada de un modo explícito, o no. Cuanto más clara y legitimada por mí mismo esté mi doble reacción, más libre me sentiré para evaluar si están dadas las condiciones para compartir, o no, lo que siento.
La envidia destructiva es aquella que, como su nombre lo indica, trata de destruir al otro y/o sus logros, como forma de eliminar el contraste, y que, además, no es consciente de ella misma, no se reconoce como envidia y suele explicar sus ataques apelando a otros argumentos que los justifiquen.
Transformación resolutiva de la envidia
Al admirar reconozco que el admirado cuenta con características que yo valoro y eventualmente quisiera tener. También aquí existe un contraste entre lo que percibo y cómo me siento. En la admiración el contraste no es doloroso, por que el admirado funciona como modelo o estímulo para que yo también me acerque a lo deseado. Ésa es la diferencia esencial con la envidia. En la envidia el contraste me remite a lo que no tengo o no soy, sin camino de crecimiento o transformación. En la admiración ese sendero está presente. Y está presente en la medida en que siento (consciente o inconscientemente) que cuento con los recursos para acercarme o desarrollar lo que deseo.
La relación entre estas dos emociones se comprueba también en su etimología: «envidia» proviene del latín Eu video (yo veo). «Admirar» también proviene del latín Ad mirare (mirar a). Ambas están referidas al mirar. Expresan dos reacciones que produce el mirar. Una, dolorosa; la otra, estimulante.
La admiración también es una etapa de la transformación resolutiva de la envidia. Paso de la envidia a la admiración. Es importante recordar que este pasaje no es una cuestión de voluntad o de admonición moral («No está bien que sientas envidia»). Esta frase revela que no se ha comprendido la envidia y, además, complica más las cosas en lugar de transformarlas.
El pasaje de la envidia a la admiración sólo se puede producir cuando hemos descubierto nuestro deseo no logrado y los recursos que necesitamos desarrollar para poder realizarlo.
¿Por qué es tan dolorosa la envidia?
Como hemos dicho, la envidia es como un rayo que irrumpe y deja al descubierto una necesidad o un deseo profundo insatisfecho. Además, ese deseo o necesidad ha sido anestesiado, en la mayoría de los casos, por la cantidad de frustración que produce. Y ahí es donde cae el rayo: sorpresivamente cesa la anestesia y uno siente amplificado todo su dolor.Uno queda «nadificado» frente al logro del otro. ¿Pueden ustedes evocar ese instante en el que la identidad misma queda tomada por la percepción intensa de una carencia? Entonces uno es sólo eso: el que no tiene, el que no ha logrado. La percepción de lo que uno sí tiene o puede, cesa temporalmente. Y esta manera de autopercibirse es lo que hace tan dolorosa la envidia.
¿Hay personas que tratan de hacer sentir envidia?
Sí. Cuando una persona tiene escasa capacidad de percibir y disfrutar de sus propios logros puede sentir la necesidad de generar un contraste a fin de experimentarlos. «Si tú no lo tienes yo percibo mejor que yo lo tengo.»
Lo mismo ocurre cuando hay una atmósfera de competencia. «Te cuento lo que he logrado para sentir que te he ganado. »
En otros casos la fantasía es distinta: «Te lo cuento así para que me admires, me valores, me quieras y no me abandones.» Como esta actitud surge de la propia inseguridad, lo que el otro puede sentir es sólo el impacto del contraste y la sensación de «me lo está refregando por las narices».
Por supuesto en cualquiera de estos casos, la consecuencia es el malestar y el deterioro del vínculo.
Basado en Trabajos del Médico psicoterapeuta Norberto Levy
¿Es posible definir el Amor?
En su dimensión más vasta llamamos “Amor” a la energía que sustenta al universo y lo hace funcionar. Es ese principio cohesivo que enlaza y articula todo lo existente.imagenes-de-amor-corazon-con-alasDesde este punto de vista Dios y Amor son sinónimos, y así como es imposible abarcar todos los atributos de Dios, también es imposible definir completamente al Amor a través de conceptos.
Para acercarnos al amor en la dimensión humana tal vez podamos comenzar observando simplemente nuestras manos. Cómo se relacionan entre sí mientras realizan las tareas del día: ponerse la ropa, abrochar un botón o preparar un café. Todas las tareas. Observarlas con detenimiento y mirar la relación. Allí hay ayuda recíproca, ajustes continuos, acoplamientos precisos, sentido de equipo… Esa es la cooperación del amor.
En cada nivel el amor adopta la forma que le corresponde a ese plano. En el nivel personal, por ejemplo, el amor se manifiesta básicamente como respeto, solidaridad y cuidado, y según la circunstancia podrá ser amor pasional, fraternal, paternal o religioso, entre otros.
Sea cual fuere la forma, la trama esencial de la experiencia del amor es la que surge del reconocerse como dos partes distintas de la misma unidad mayor. Lo mismo que ocurre, automáticamente, entre las dos manos de un ser humano.
Expresado con otras palabras: el Amor es la memoria que la Unidad tiene de sí misma en la diversidad.
¿Cómo está presente esa memoria de la Unidad en la dimensión humana?
La conciencia individual de cada uno parece borrar el reconocimiento de que somos partes de la misma unidad y solemos percibirnos sólo como individuos separados, extraños, y en ocasiones, además enemigos. En ese marco la llama del amor queda temporariamente oscurecida y ésa es precisamente la tarea humana: vivir una serie de experiencias que, por caminos muy diversos, van ayudando a recuperar de un modo conciente el mismo reconocimiento que, en forma automática, ya tienen las manos en tanto partes del mismo cuerpo. Es decir, alcanzar a reconocer, con el corazón y la mente, que los seres humanos también somos células integrantes y, además, concientes, del gran organismo universal.
La sabiduría es el amor hecho autoconciencia. Es la energía del amor convertida en concepto, conocimiento, enseñanza.
¿Cómo actúa la sabiduría frente a un conflicto?
Un conflicto es un vínculo en el que cada parte cree que la solución radica en la eliminación del otro: “Yo estaré bien sólo si logro vencerlo o apartarlo”. Esta es la esencia del conflicto tanto en el universo interpersonal como intrapersonal.
Un conflicto intrapersonal típico es el que se da entre los impulsos y la mente.
El impulso dice: “Yo quiero expresarme, converti me en acción, y tú, mente, no me dejas. Te la pasas calculando y anticipando y no me dejas vivir. Quiero eliminarte para poder ser feliz”.
La mente responde: “Tú avanzas enceguecido y traes más problemas que otra cosa. Estoy harta de que te equivoques, te ilusiones, te engañen, y tener que pasarme la vida tratando de arreglar los platos rotos. Te voy a frenar como sea porque eres un peligro total”
Y así puede continuar largamente esta batalla con todo el daño y sufrimiento que acarrea hasta que alguien pueda devolver la armonía a ese sistema.
Esa es la tarea de la sabiduría. Ella es la que puede reconocer la parte de verdad y de error que hay en cada antagonista y explicárselo a cada uno de ellos del modo en el que lo puedan entender. De esa forma contribuye a reconstruir el vínculo de complementariedad perdido entre los impulsos y la mente, ese vínculo en el que ambos se pueden volver a reconocer tan necesarios el uno para el otro como lo son las dos manos entre sí.
Los impulsos y la mente podrían compararse con el acelerador y el freno. Vistos en forma aislada parecen opuestos que se anulan uno al otro. Recién cuando se incorpora la imagen del auto en el tránsito, es que se comprueba que son complementarios: puedo acelerar porque cuento con el freno y viceversa.
Conectar con la unidad mayor que permite ver lo complementario que hay en lo aparentemente opuesto es lo que hace la sabiduría del amor.
¿Qué relación hay entre el “amor propio” y el amor?
Lo que llamamos “amor propio” u orgullo es una forma distorsionada de intentar compensar la falta de amor hacia uno mismo. Si me descalifico y me reprocho en exceso, como ocurre, por ejemplo, en ese diálogo imaginario entre los impulsos y la mente, ambos componentes terminan viviendo en un estado de maltrato crónico, como en “carne viva”. Por lo tanto no tienen resto para absorber las frustraciones cotidianas y demandan un trato externo que compense ese maltrato interior. Si en esas condiciones alguien me dice por ejemplo que algo de mí no le gusta, entonces “desborda la copa”, me siento muy herido, me ofendo, me tenso y me cierro. A esa actitud la llamamos orgullo. Desde afuera lo que se ve es que ante “cualquier cosa” me ofendo y me cierro, y eso, por supuesto, molesta a los demás. Si uno ingresa en el estado interior que produce a la respuesta orgullosa se ve otro escenario completamente distinto: en esencia, sensación de minusvalía.
¿Amar es dar?
Ésa es una definición tradicional del amor que es parcial y produce confusión porque asocia el amar a una acción y uno puede comprender mejor la calidad de esta energía cuando comprende que no es una acción particular sino una forma de llevar a cabo cualquier acción. Por lo tanto hay un dar amoroso y también un recibir y un pedir amoroso. Cuando formulo mi necesidad y mi pedido de un modo que tiene en cuenta al otro y reconoce respetuosamente su derecho a decir que no, ése es un pedir amoroso.
Esta ampliación conceptual nos ayuda a comprender que tanto la actitud emisora como la receptiva pueden ser realizadas amorosamente. Es decir que el amor no es patrimonio de ninguna de ellas en particular.
¿Esta caracterización de lo que es amoroso se extiende también a las emociones?
Así es. Pensemos en el enojo que parece una de las más alejadas del amor. Aunque resulte paradójico existe el enojo amoroso y es aquel que se expresa como autoafirmación clara que, sin agraviar, presenta con toda la fuerza necesaria qué es lo que propongo o reclamo que ocurra para que mi enojo pueda cesar. Dicho muy sintéticamente: el enojo no amoroso es aquel que destruye mucho y resuelve poco y por el contrario el enojo amoroso es aquel que orienta su energía hacia la efectiva resolución de lo que me enoja provocando el mínimo daño posible a los protagonistas de la situación.
Esto vale también para el miedo, la envidia, la vergüenza o cualquier otra emoción. Cada una de ellas tiene una forma más o menos amorosa de expresarse.
Todos los estados emocionales tienen su opuesto… ¿el amor también lo tiene?
El amor es más que una emoción, es una calidad de energía y el plano emocional es sólo una de sus formas de manifestación. Dentro de esta forma, en un nivel sí tiene opuesto y en otro no. En un nivel más restringido, si el amor es lo que conecta y articula, los opuestos del amor son todas las fuerzas que obstaculizan ese proceso, y no es una sola la que lo hace, son varias: el odio, la indiferencia, el miedo y la dominación.
Ése es el nivel de la dualidad de los opuestos, pero no es el único. Existe otro plano de conciencia, más expandido, desde donde el amor y el odio son sólo aparentemente opuestos pues ambos se revelan también como componentes de una unidad mayor que los abarca e incluye por igual. Y esa unidad mayor es el Amor, con mayúscula.
Puede resultar extraño, y también suele producir confusión, que según el nivel que se considere el amor sea un polo y también la totalidad que lo incluye como tal. Por este motivo es que suele utilizarse el término “amor” con mayúscula y minúscula como una forma de distinguir el plano que se describe.
Una idea que ilustra muy bien este tipo de relación entre dos niveles es la noción de “orden” y “caos”. En un plano restringido ambos pueden funcionar como opuestos, pero desde una perspectiva más expandida, el caos se revela también como un momento más de un orden mayor. Es decir, el Orden —más vasto— incluye al orden —más restringido— y al caos como dos momentos de su devenir.
Otro ejemplo de lo mismo está presente al considerar el tiempo breve y el extenso. “El minuto” y “el siglo”, por ej,. Lo que aparece como caótico en un período breve se revela también como ordenado en otro nivel más expandido.
Ésta es, por otra parte, la esencia del “dar sentido”, es decir, describir un universo mayor en el que aquello que aparecía como meramente destructivo cobra un significado y una razón de ser dentro de un proceso evolutivo más amplio.
¿El amor tiene sus leyes?
Una de las leyes que el amor conoce es que la parte puede estar bien de un modo íntegro y duradero en la medida en que el conjunto al cual esa parte pertenece también lo esté.
Un miembro de una pareja puede estar bien en la medida en que la estructura pareja esté bien. El marido o la esposa puede sentirse bien mientras somete a su cónyuge pero eso es sólo durante un breve tiempo. Es difícil imaginar un ser que experimente un completo bienestar rodeado de dolor. Ese dolor vuelve. Esto es así porque la trama que enlaza los destinos de la parte y el conjunto es muy fuerte y en un sistema que funciona a alta velocidad la contundencia de dicha trama se ve de inmediato. Cuando los sucesos ocurren a velocidad menor, la relación entre la parte y el conjunto no se hace tan evidente.
Para comprender mejor esto imaginemos que tengo una infección en todo el brazo y que la fiebre aparece recién a los diez años de haber comenzado la infección. Me resultaría difícil comprender el enlace entre una cosa y la otra. Lo mismo ocurre con muchos acontecimientos humanos: cosechamos los resultados mucho tiempo después de haber sembrado la semilla y eso nos dificulta la comprensión de la relación causa-efecto. Por eso, algunos afirman —y adhiero a esa idea— que en el planeta Tierra, en el cual los sucesos transcurren a baja velocidad, es necesario aprender a reconocer ciertas leyes que ya han sido descubiertas por sistemas que han funcionado a alta velocidad y que han permitido ver los enlaces naturales entre la parte y el conjunto. Sí es cierto que existe una conciencia solar y si es cierto que existen formas de vida en las cuales ocurre lo mismo a alta velocidad, es muy probable que estos sucesos ya hayan sido descubiertos, comprendidos y establecidos, como leyes naturales. Por eso el ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo” no es “el más difícil de los mandamientos” como suele decirse sino simplemente la expresión de una de esas leyes.
El Dalai Lama habla de “el egoísmo altruista” o “el altruismo egoísta”. Es una forma muy sintética de integrar dos actitudes que parecen completamente opuestas y que en el amor se tornan complementarias.
Yo para que tú… y tú para que yo…
¿El amor a sí mismo es una forma de egoísmo?
El egoísmo tiene que ver con el deseo inmaduro, que se siente en el centro de la escena y se satisface exclusivamente con su realización, sin tener en cuenta todo lo demás. El amor a sí mismo trasciende ese plano. Ama lo que le gusta de sí mismo y también lo que no le gusta. Puede no gustarme mi parte insegura y amarla igual. Amarla no quiere decir consentirla en el sentido de la complacencia, quiere decir tenerla en cuenta, respetarla y asistirla. Recién cuando he aprendido a amar lo que no me gusta de mí es que puedo amar lo que no me gusta de los otros, es decir todo aquello que no satisface mis deseos inmediatos. De modo que el amor a mí mismo no sólo no excluye el amor a los demás sino que es precisamente quien lo posibilita.
Basado en Trabajos del Médico psicoterapeuta Norberto Levy
¿Es posible definir el Amor?
En su dimensión más vasta llamamos “Amor” a la energía que sustenta al universo y lo hace funcionar. Es ese principio cohesivo que enlaza y articula todo lo existente.imagenes-de-amor-corazon-con-alasDesde este punto de vista Dios y Amor son sinónimos, y así como es imposible abarcar todos los atributos de Dios, también es imposible definir completamente al Amor a través de conceptos.
Para acercarnos al amor en la dimensión humana tal vez podamos comenzar observando simplemente nuestras manos. Cómo se relacionan entre sí mientras realizan las tareas del día: ponerse la ropa, abrochar un botón o preparar un café. Todas las tareas. Observarlas con detenimiento y mirar la relación. Allí hay ayuda recíproca, ajustes continuos, acoplamientos precisos, sentido de equipo… Esa es la cooperación del amor.
En cada nivel el amor adopta la forma que le corresponde a ese plano. En el nivel personal, por ejemplo, el amor se manifiesta básicamente como respeto, solidaridad y cuidado, y según la circunstancia podrá ser amor pasional, fraternal, paternal o religioso, entre otros.
Sea cual fuere la forma, la trama esencial de la experiencia del amor es la que surge del reconocerse como dos partes distintas de la misma unidad mayor. Lo mismo que ocurre, automáticamente, entre las dos manos de un ser humano.
Expresado con otras palabras: el Amor es la memoria que la Unidad tiene de sí misma en la diversidad.
¿Cómo está presente esa memoria de la Unidad en la dimensión humana?
La conciencia individual de cada uno parece borrar el reconocimiento de que somos partes de la misma unidad y solemos percibirnos sólo como individuos separados, extraños, y en ocasiones, además enemigos. En ese marco la llama del amor queda temporariamente oscurecida y ésa es precisamente la tarea humana: vivir una serie de experiencias que, por caminos muy diversos, van ayudando a recuperar de un modo conciente el mismo reconocimiento que, en forma automática, ya tienen las manos en tanto partes del mismo cuerpo. Es decir, alcanzar a reconocer, con el corazón y la mente, que los seres humanos también somos células integrantes y, además, concientes, del gran organismo universal.
La sabiduría es el amor hecho autoconciencia. Es la energía del amor convertida en concepto, conocimiento, enseñanza.
¿Cómo actúa la sabiduría frente a un conflicto?
Un conflicto es un vínculo en el que cada parte cree que la solución radica en la eliminación del otro: “Yo estaré bien sólo si logro vencerlo o apartarlo”. Esta es la esencia del conflicto tanto en el universo interpersonal como intrapersonal.
Un conflicto intrapersonal típico es el que se da entre los impulsos y la mente.
El impulso dice: “Yo quiero expresarme, converti me en acción, y tú, mente, no me dejas. Te la pasas calculando y anticipando y no me dejas vivir. Quiero eliminarte para poder ser feliz”.
La mente responde: “Tú avanzas enceguecido y traes más problemas que otra cosa. Estoy harta de que te equivoques, te ilusiones, te engañen, y tener que pasarme la vida tratando de arreglar los platos rotos. Te voy a frenar como sea porque eres un peligro total”
Y así puede continuar largamente esta batalla con todo el daño y sufrimiento que acarrea hasta que alguien pueda devolver la armonía a ese sistema.
Esa es la tarea de la sabiduría. Ella es la que puede reconocer la parte de verdad y de error que hay en cada antagonista y explicárselo a cada uno de ellos del modo en el que lo puedan entender. De esa forma contribuye a reconstruir el vínculo de complementariedad perdido entre los impulsos y la mente, ese vínculo en el que ambos se pueden volver a reconocer tan necesarios el uno para el otro como lo son las dos manos entre sí.
Los impulsos y la mente podrían compararse con el acelerador y el freno. Vistos en forma aislada parecen opuestos que se anulan uno al otro. Recién cuando se incorpora la imagen del auto en el tránsito, es que se comprueba que son complementarios: puedo acelerar porque cuento con el freno y viceversa.
Conectar con la unidad mayor que permite ver lo complementario que hay en lo aparentemente opuesto es lo que hace la sabiduría del amor.
¿Qué relación hay entre el “amor propio” y el amor?
Lo que llamamos “amor propio” u orgullo es una forma distorsionada de intentar compensar la falta de amor hacia uno mismo. Si me descalifico y me reprocho en exceso, como ocurre, por ejemplo, en ese diálogo imaginario entre los impulsos y la mente, ambos componentes terminan viviendo en un estado de maltrato crónico, como en “carne viva”. Por lo tanto no tienen resto para absorber las frustraciones cotidianas y demandan un trato externo que compense ese maltrato interior. Si en esas condiciones alguien me dice por ejemplo que algo de mí no le gusta, entonces “desborda la copa”, me siento muy herido, me ofendo, me tenso y me cierro. A esa actitud la llamamos orgullo. Desde afuera lo que se ve es que ante “cualquier cosa” me ofendo y me cierro, y eso, por supuesto, molesta a los demás. Si uno ingresa en el estado interior que produce a la respuesta orgullosa se ve otro escenario completamente distinto: en esencia, sensación de minusvalía.
¿Amar es dar?
Ésa es una definición tradicional del amor que es parcial y produce confusión porque asocia el amar a una acción y uno puede comprender mejor la calidad de esta energía cuando comprende que no es una acción particular sino una forma de llevar a cabo cualquier acción. Por lo tanto hay un dar amoroso y también un recibir y un pedir amoroso. Cuando formulo mi necesidad y mi pedido de un modo que tiene en cuenta al otro y reconoce respetuosamente su derecho a decir que no, ése es un pedir amoroso.
Esta ampliación conceptual nos ayuda a comprender que tanto la actitud emisora como la receptiva pueden ser realizadas amorosamente. Es decir que el amor no es patrimonio de ninguna de ellas en particular.
¿Esta caracterización de lo que es amoroso se extiende también a las emociones?
Así es. Pensemos en el enojo que parece una de las más alejadas del amor. Aunque resulte paradójico existe el enojo amoroso y es aquel que se expresa como autoafirmación clara que, sin agraviar, presenta con toda la fuerza necesaria qué es lo que propongo o reclamo que ocurra para que mi enojo pueda cesar. Dicho muy sintéticamente: el enojo no amoroso es aquel que destruye mucho y resuelve poco y por el contrario el enojo amoroso es aquel que orienta su energía hacia la efectiva resolución de lo que me enoja provocando el mínimo daño posible a los protagonistas de la situación.
Esto vale también para el miedo, la envidia, la vergüenza o cualquier otra emoción. Cada una de ellas tiene una forma más o menos amorosa de expresarse.
Todos los estados emocionales tienen su opuesto… ¿el amor también lo tiene?
El amor es más que una emoción, es una calidad de energía y el plano emocional es sólo una de sus formas de manifestación. Dentro de esta forma, en un nivel sí tiene opuesto y en otro no. En un nivel más restringido, si el amor es lo que conecta y articula, los opuestos del amor son todas las fuerzas que obstaculizan ese proceso, y no es una sola la que lo hace, son varias: el odio, la indiferencia, el miedo y la dominación.
Ése es el nivel de la dualidad de los opuestos, pero no es el único. Existe otro plano de conciencia, más expandido, desde donde el amor y el odio son sólo aparentemente opuestos pues ambos se revelan también como componentes de una unidad mayor que los abarca e incluye por igual. Y esa unidad mayor es el Amor, con mayúscula.
Puede resultar extraño, y también suele producir confusión, que según el nivel que se considere el amor sea un polo y también la totalidad que lo incluye como tal. Por este motivo es que suele utilizarse el término “amor” con mayúscula y minúscula como una forma de distinguir el plano que se describe.
Una idea que ilustra muy bien este tipo de relación entre dos niveles es la noción de “orden” y “caos”. En un plano restringido ambos pueden funcionar como opuestos, pero desde una perspectiva más expandida, el caos se revela también como un momento más de un orden mayor. Es decir, el Orden —más vasto— incluye al orden —más restringido— y al caos como dos momentos de su devenir.
Otro ejemplo de lo mismo está presente al considerar el tiempo breve y el extenso. “El minuto” y “el siglo”, por ej,. Lo que aparece como caótico en un período breve se revela también como ordenado en otro nivel más expandido.
Ésta es, por otra parte, la esencia del “dar sentido”, es decir, describir un universo mayor en el que aquello que aparecía como meramente destructivo cobra un significado y una razón de ser dentro de un proceso evolutivo más amplio.
¿El amor tiene sus leyes?
Una de las leyes que el amor conoce es que la parte puede estar bien de un modo íntegro y duradero en la medida en que el conjunto al cual esa parte pertenece también lo esté.
Un miembro de una pareja puede estar bien en la medida en que la estructura pareja esté bien. El marido o la esposa puede sentirse bien mientras somete a su cónyuge pero eso es sólo durante un breve tiempo. Es difícil imaginar un ser que experimente un completo bienestar rodeado de dolor. Ese dolor vuelve. Esto es así porque la trama que enlaza los destinos de la parte y el conjunto es muy fuerte y en un sistema que funciona a alta velocidad la contundencia de dicha trama se ve de inmediato. Cuando los sucesos ocurren a velocidad menor, la relación entre la parte y el conjunto no se hace tan evidente.
Para comprender mejor esto imaginemos que tengo una infección en todo el brazo y que la fiebre aparece recién a los diez años de haber comenzado la infección. Me resultaría difícil comprender el enlace entre una cosa y la otra. Lo mismo ocurre con muchos acontecimientos humanos: cosechamos los resultados mucho tiempo después de haber sembrado la semilla y eso nos dificulta la comprensión de la relación causa-efecto. Por eso, algunos afirman —y adhiero a esa idea— que en el planeta Tierra, en el cual los sucesos transcurren a baja velocidad, es necesario aprender a reconocer ciertas leyes que ya han sido descubiertas por sistemas que han funcionado a alta velocidad y que han permitido ver los enlaces naturales entre la parte y el conjunto. Sí es cierto que existe una conciencia solar y si es cierto que existen formas de vida en las cuales ocurre lo mismo a alta velocidad, es muy probable que estos sucesos ya hayan sido descubiertos, comprendidos y establecidos, como leyes naturales. Por eso el ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo” no es “el más difícil de los mandamientos” como suele decirse sino simplemente la expresión de una de esas leyes.
El Dalai Lama habla de “el egoísmo altruista” o “el altruismo egoísta”. Es una forma muy sintética de integrar dos actitudes que parecen completamente opuestas y que en el amor se tornan complementarias.
Yo para que tú… y tú para que yo…
¿El amor a sí mismo es una forma de egoísmo?
El egoísmo tiene que ver con el deseo inmaduro, que se siente en el centro de la escena y se satisface exclusivamente con su realización, sin tener en cuenta todo lo demás. El amor a sí mismo trasciende ese plano. Ama lo que le gusta de sí mismo y también lo que no le gusta. Puede no gustarme mi parte insegura y amarla igual. Amarla no quiere decir consentirla en el sentido de la complacencia, quiere decir tenerla en cuenta, respetarla y asistirla. Recién cuando he aprendido a amar lo que no me gusta de mí es que puedo amar lo que no me gusta de los otros, es decir todo aquello que no satisface mis deseos inmediatos. De modo que el amor a mí mismo no sólo no excluye el amor a los demás sino que es precisamente quien lo posibilita.
Basado en Trabajos del Médico psicoterapeuta Norberto Levy
¿Es posible definir el Amor?
En su dimensión más vasta llamamos “Amor” a la energía que sustenta al universo y lo hace funcionar. Es ese principio cohesivo que enlaza y articula todo lo existente.imagenes-de-amor-corazon-con-alasDesde este punto de vista Dios y Amor son sinónimos, y así como es imposible abarcar todos los atributos de Dios, también es imposible definir completamente al Amor a través de conceptos.
Para acercarnos al amor en la dimensión humana tal vez podamos comenzar observando simplemente nuestras manos. Cómo se relacionan entre sí mientras realizan las tareas del día: ponerse la ropa, abrochar un botón o preparar un café. Todas las tareas. Observarlas con detenimiento y mirar la relación. Allí hay ayuda recíproca, ajustes continuos, acoplamientos precisos, sentido de equipo… Esa es la cooperación del amor.
En cada nivel el amor adopta la forma que le corresponde a ese plano. En el nivel personal, por ejemplo, el amor se manifiesta básicamente como respeto, solidaridad y cuidado, y según la circunstancia podrá ser amor pasional, fraternal, paternal o religioso, entre otros.
Sea cual fuere la forma, la trama esencial de la experiencia del amor es la que surge del reconocerse como dos partes distintas de la misma unidad mayor. Lo mismo que ocurre, automáticamente, entre las dos manos de un ser humano.
Expresado con otras palabras: el Amor es la memoria que la Unidad tiene de sí misma en la diversidad.
¿Cómo está presente esa memoria de la Unidad en la dimensión humana?
La conciencia individual de cada uno parece borrar el reconocimiento de que somos partes de la misma unidad y solemos percibirnos sólo como individuos separados, extraños, y en ocasiones, además enemigos. En ese marco la llama del amor queda temporariamente oscurecida y ésa es precisamente la tarea humana: vivir una serie de experiencias que, por caminos muy diversos, van ayudando a recuperar de un modo conciente el mismo reconocimiento que, en forma automática, ya tienen las manos en tanto partes del mismo cuerpo. Es decir, alcanzar a reconocer, con el corazón y la mente, que los seres humanos también somos células integrantes y, además, concientes, del gran organismo universal.
La sabiduría es el amor hecho autoconciencia. Es la energía del amor convertida en concepto, conocimiento, enseñanza.
¿Cómo actúa la sabiduría frente a un conflicto?
Un conflicto es un vínculo en el que cada parte cree que la solución radica en la eliminación del otro: “Yo estaré bien sólo si logro vencerlo o apartarlo”. Esta es la esencia del conflicto tanto en el universo interpersonal como intrapersonal.
Un conflicto intrapersonal típico es el que se da entre los impulsos y la mente.
El impulso dice: “Yo quiero expresarme, converti me en acción, y tú, mente, no me dejas. Te la pasas calculando y anticipando y no me dejas vivir. Quiero eliminarte para poder ser feliz”.
La mente responde: “Tú avanzas enceguecido y traes más problemas que otra cosa. Estoy harta de que te equivoques, te ilusiones, te engañen, y tener que pasarme la vida tratando de arreglar los platos rotos. Te voy a frenar como sea porque eres un peligro total”
Y así puede continuar largamente esta batalla con todo el daño y sufrimiento que acarrea hasta que alguien pueda devolver la armonía a ese sistema.
Esa es la tarea de la sabiduría. Ella es la que puede reconocer la parte de verdad y de error que hay en cada antagonista y explicárselo a cada uno de ellos del modo en el que lo puedan entender. De esa forma contribuye a reconstruir el vínculo de complementariedad perdido entre los impulsos y la mente, ese vínculo en el que ambos se pueden volver a reconocer tan necesarios el uno para el otro como lo son las dos manos entre sí.
Los impulsos y la mente podrían compararse con el acelerador y el freno. Vistos en forma aislada parecen opuestos que se anulan uno al otro. Recién cuando se incorpora la imagen del auto en el tránsito, es que se comprueba que son complementarios: puedo acelerar porque cuento con el freno y viceversa.
Conectar con la unidad mayor que permite ver lo complementario que hay en lo aparentemente opuesto es lo que hace la sabiduría del amor.
¿Qué relación hay entre el “amor propio” y el amor?
Lo que llamamos “amor propio” u orgullo es una forma distorsionada de intentar compensar la falta de amor hacia uno mismo. Si me descalifico y me reprocho en exceso, como ocurre, por ejemplo, en ese diálogo imaginario entre los impulsos y la mente, ambos componentes terminan viviendo en un estado de maltrato crónico, como en “carne viva”. Por lo tanto no tienen resto para absorber las frustraciones cotidianas y demandan un trato externo que compense ese maltrato interior. Si en esas condiciones alguien me dice por ejemplo que algo de mí no le gusta, entonces “desborda la copa”, me siento muy herido, me ofendo, me tenso y me cierro. A esa actitud la llamamos orgullo. Desde afuera lo que se ve es que ante “cualquier cosa” me ofendo y me cierro, y eso, por supuesto, molesta a los demás. Si uno ingresa en el estado interior que produce a la respuesta orgullosa se ve otro escenario completamente distinto: en esencia, sensación de minusvalía.
¿Amar es dar?
Ésa es una definición tradicional del amor que es parcial y produce confusión porque asocia el amar a una acción y uno puede comprender mejor la calidad de esta energía cuando comprende que no es una acción particular sino una forma de llevar a cabo cualquier acción. Por lo tanto hay un dar amoroso y también un recibir y un pedir amoroso. Cuando formulo mi necesidad y mi pedido de un modo que tiene en cuenta al otro y reconoce respetuosamente su derecho a decir que no, ése es un pedir amoroso.
Esta ampliación conceptual nos ayuda a comprender que tanto la actitud emisora como la receptiva pueden ser realizadas amorosamente. Es decir que el amor no es patrimonio de ninguna de ellas en particular.
¿Esta caracterización de lo que es amoroso se extiende también a las emociones?
Así es. Pensemos en el enojo que parece una de las más alejadas del amor. Aunque resulte paradójico existe el enojo amoroso y es aquel que se expresa como autoafirmación clara que, sin agraviar, presenta con toda la fuerza necesaria qué es lo que propongo o reclamo que ocurra para que mi enojo pueda cesar. Dicho muy sintéticamente: el enojo no amoroso es aquel que destruye mucho y resuelve poco y por el contrario el enojo amoroso es aquel que orienta su energía hacia la efectiva resolución de lo que me enoja provocando el mínimo daño posible a los protagonistas de la situación.
Esto vale también para el miedo, la envidia, la vergüenza o cualquier otra emoción. Cada una de ellas tiene una forma más o menos amorosa de expresarse.
Todos los estados emocionales tienen su opuesto… ¿el amor también lo tiene?
El amor es más que una emoción, es una calidad de energía y el plano emocional es sólo una de sus formas de manifestación. Dentro de esta forma, en un nivel sí tiene opuesto y en otro no. En un nivel más restringido, si el amor es lo que conecta y articula, los opuestos del amor son todas las fuerzas que obstaculizan ese proceso, y no es una sola la que lo hace, son varias: el odio, la indiferencia, el miedo y la dominación.
Ése es el nivel de la dualidad de los opuestos, pero no es el único. Existe otro plano de conciencia, más expandido, desde donde el amor y el odio son sólo aparentemente opuestos pues ambos se revelan también como componentes de una unidad mayor que los abarca e incluye por igual. Y esa unidad mayor es el Amor, con mayúscula.
Puede resultar extraño, y también suele producir confusión, que según el nivel que se considere el amor sea un polo y también la totalidad que lo incluye como tal. Por este motivo es que suele utilizarse el término “amor” con mayúscula y minúscula como una forma de distinguir el plano que se describe.
Una idea que ilustra muy bien este tipo de relación entre dos niveles es la noción de “orden” y “caos”. En un plano restringido ambos pueden funcionar como opuestos, pero desde una perspectiva más expandida, el caos se revela también como un momento más de un orden mayor. Es decir, el Orden —más vasto— incluye al orden —más restringido— y al caos como dos momentos de su devenir.
Otro ejemplo de lo mismo está presente al considerar el tiempo breve y el extenso. “El minuto” y “el siglo”, por ej,. Lo que aparece como caótico en un período breve se revela también como ordenado en otro nivel más expandido.
Ésta es, por otra parte, la esencia del “dar sentido”, es decir, describir un universo mayor en el que aquello que aparecía como meramente destructivo cobra un significado y una razón de ser dentro de un proceso evolutivo más amplio.
¿El amor tiene sus leyes?
Una de las leyes que el amor conoce es que la parte puede estar bien de un modo íntegro y duradero en la medida en que el conjunto al cual esa parte pertenece también lo esté.
Un miembro de una pareja puede estar bien en la medida en que la estructura pareja esté bien. El marido o la esposa puede sentirse bien mientras somete a su cónyuge pero eso es sólo durante un breve tiempo. Es difícil imaginar un ser que experimente un completo bienestar rodeado de dolor. Ese dolor vuelve. Esto es así porque la trama que enlaza los destinos de la parte y el conjunto es muy fuerte y en un sistema que funciona a alta velocidad la contundencia de dicha trama se ve de inmediato. Cuando los sucesos ocurren a velocidad menor, la relación entre la parte y el conjunto no se hace tan evidente.
Para comprender mejor esto imaginemos que tengo una infección en todo el brazo y que la fiebre aparece recién a los diez años de haber comenzado la infección. Me resultaría difícil comprender el enlace entre una cosa y la otra. Lo mismo ocurre con muchos acontecimientos humanos: cosechamos los resultados mucho tiempo después de haber sembrado la semilla y eso nos dificulta la comprensión de la relación causa-efecto. Por eso, algunos afirman —y adhiero a esa idea— que en el planeta Tierra, en el cual los sucesos transcurren a baja velocidad, es necesario aprender a reconocer ciertas leyes que ya han sido descubiertas por sistemas que han funcionado a alta velocidad y que han permitido ver los enlaces naturales entre la parte y el conjunto. Sí es cierto que existe una conciencia solar y si es cierto que existen formas de vida en las cuales ocurre lo mismo a alta velocidad, es muy probable que estos sucesos ya hayan sido descubiertos, comprendidos y establecidos, como leyes naturales. Por eso el ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo” no es “el más difícil de los mandamientos” como suele decirse sino simplemente la expresión de una de esas leyes.
El Dalai Lama habla de “el egoísmo altruista” o “el altruismo egoísta”. Es una forma muy sintética de integrar dos actitudes que parecen completamente opuestas y que en el amor se tornan complementarias.
Yo para que tú… y tú para que yo…
¿El amor a sí mismo es una forma de egoísmo?
El egoísmo tiene que ver con el deseo inmaduro, que se siente en el centro de la escena y se satisface exclusivamente con su realización, sin tener en cuenta todo lo demás. El amor a sí mismo trasciende ese plano. Ama lo que le gusta de sí mismo y también lo que no le gusta. Puede no gustarme mi parte insegura y amarla igual. Amarla no quiere decir consentirla en el sentido de la complacencia, quiere decir tenerla en cuenta, respetarla y asistirla. Recién cuando he aprendido a amar lo que no me gusta de mí es que puedo amar lo que no me gusta de los otros, es decir todo aquello que no satisface mis deseos inmediatos. De modo que el amor a mí mismo no sólo no excluye el amor a los demás sino que es precisamente quien lo posibilita.